sábado, 29 de septiembre de 2018
sábado, 15 de septiembre de 2018
TERTULIA LITERARIA SETIEMBRE 2018 - SADE TRES DE FEBRERO
TERTULIA LITERARIA SETIEMBRE 2018 - SADE TRES DE FEBRERO
COORDINADA POR MARTHA CORRENTE Y SUS ESTRELLADAS
Sobre Katherine:
Katherine Mansfield,
transgresora del orden establecido
Kathleen Mansfield Murry (14 de
octubre de 1888 - 9 de enero de 1923 )
La rebeldía femenina ha sido una constante del pasado siglo XX. Muchas activistas sociales, escritoras y sociólogas dieron el grito de alarma y convocaron a la emancipación; la última minoría oprimida, la de las esposas relegadas, se declaró en estado de insubordinación. Una de las escritoras que representó esa transgresión del orden establecido fue Katherine Mansfield.
La rebeldía femenina ha sido una constante del pasado siglo XX. Muchas activistas sociales, escritoras y sociólogas dieron el grito de alarma y convocaron a la emancipación; la última minoría oprimida, la de las esposas relegadas, se declaró en estado de insubordinación. Una de las escritoras que representó esa transgresión del orden establecido fue Katherine Mansfield.
Su vida fue una constante negación de
su entorno, un rechazo de su ubicación social, una impugnación de su tiempo.
Perteneció a una familia burguesa acomodada que no toleraba ver a su heredera
gorda, tartamuda, con lentes. Tanta imperfección no se ajustaba a su categoría
social. Había nacido, además, en un confín olvidado del mundo, en Wellington,
Nueva Zelanda, con el nombre de Kathleen Beauchamp. Por sus presiones la
familia la envió a estudiar a Londres, al Queen´s College, donde su vocación
literaria maduró. En las clases de estudios bíblicos Katherine se distraía
estudiando las venas en el rostro de su profesor.
Su familia la reclamó y ahí comenzó
la gran sublevación. Su disgusto es evidente en cada paso que da. Organiza una
expedición a través de la selva virgen neozelandesa. Mantiene numerosas
relaciones eróticas, tanto sáficas como heterosexuales. Concibe un hijo de un
cantante y para legitimarlo se casa con un patriarcal profesor de música, mucho
más viejo que ella, a quien abandona la misma noche de la boda.
La familia decide recluirla en un
convento de Baviera. De ahí se escapa para vivir en una pensión donde comienza
a vivir con un traductor polaco que le trasmite una enfermedad venérea que
padecerá durante mucho tiempo. Pero el polaco hace algo más que eso. Le enseña
a leer a Chejov, la convierte en una entusiasta del ruso. La huella se verá más
tarde en su propia literatura. Ese episodio es su último vínculo con sus
raíces: su madre la deshereda. Se aficiona a tocar el violonchelo.
Regresa a Londres y se inicia la
etapa más productiva de su vida. Escribe incesantemente y lleva sus relatos a
todas las revistas, a todos los cenáculos literarios. En 1911 publica su primer
libro “En una pensión alemana”, basado en su experiencia en Baviera: una
protesta contra la irracional ferocidad de la vida cotidiana. Su obra comienza
a ser acogida y respetada. Y entonces se produce el gran encuentro: conoce al
editor John Middleton Murry que será su ángel custodio, su maestro y su amante.
No pueden casarse porque el viejo profesor de música se niega a concederle el
divorcio.
A Middleton le escribió: “Aunque
viviese hasta la edad de los patriarcas originales de la Biblia, jamás
conseguiría amarte todo lo que deseo… Te amo con toda la fuerza de nuestra vida
futura, nuestra vida en común, que tan sólo ahora parece haber arraigado y
vivir y crecer de cara al sol” Finalmente Katherine había encontrado la paz y
la armonía en el amor compartido con un ser semejante.
Cuando publica “La fiesta en el
jardín” parece haber llegado a la plenitud de sus fuerzas creativas, libro
escrito en Suiza a donde ha ido a curarse de una dolencia fatal. Virginia Wolf
la distingue con su amistad. Frecuenta el Bloomsbury Group. Ya es aceptada como
una fuerza mayor en las letras inglesas pero se debilita por días: la tragedia
asoma en su vida. De una relación con D.H.Lawrence había contraído
tuberculosis, que le fue diagnosticada en 1918. Middleton la interna en un
albergue en Fontainebleau, cerca de París.
Tras una ausencia Middleton la
visita. Para demostrarle su supuesta recuperación sube precipitadamente una
escalera y experimenta una súbita hemoptisis. Esa noche muere. Tenía treinta y
dos años. Unos días antes había escrito en su Diario: “Quiero la tierra y sus maravillas: el mar, el sol. Quiero penetrar en
él, ser parte de él, vivir en él, aprender de él, perder todo lo que es
superficial y adquirido en mí, volverme un ser humano consciente y sincero. Al
comprenderme a mí misma quiero comprender a los demás. Quiero realizar todo lo
que soy capaz de hacer… trabajar con mis manos, mi corazón y mi cerebro.
Quisiera tener un jardín, una casita, hierba, animales, libros, cuadros,
música. Y sacar de todo esto lo que quiero escribir; expresar todas estas
cosas… Quiero vivir la vida cálida, anhelante, viva, tener raíces en la vida,
aprender, desear, saber, sentir, pensar, actuar, eso es lo que quiero, a donde
debo tratar de llegar”.
Todo ello le fue negado pero dejó una
impronta indeleble en la literatura de habla inglesa como uno de los pilares
del modernismo y legó una huella considerable en sus muchos y devotos
seguidores.
Lisandro
Otero
La lección de canto
[Cuento -
Texto completo.]
Katherine Mansfield
Desesperada, con una desesperación gélida e hiriente que se clavaba en
el corazón como una navaja traidora, la señorita Meadows, con toga y birrete y
portando una pequeña batuta, avanzó rápidamente por los fríos pasillos que
conducían a la sala de música. Niñas de todas las edades, sonrosadas a causa
del aire fresco, y alborotadas con la alegre excitación que produce llegar corriendo
a la escuela una espléndida mañana de otoño, pasaban corriendo, precipitadas,
empujándose; desde el fondo de las aulas llegaba el ávido resonar de las voces;
sonó una campana, una voz que parecía la de un pajarillo llamó: «Muriel». Y
luego se oyó un tremendo golpe en la escalera, seguido de un clong, clong,
clong. Alguien había dejado caer las pesas de gimnasia.
La profesora de ciencias interceptó a la señorita Meadows.
-Buenos días -exclamó con su pronunciación afectada y dulzona-. ¡Qué
frío!, ¿verdad? Parece que estamos en invierno.
Pero la señorita Meadows, herida como estaba por aquel puñal
traicionero, contempló con odio a la profesora de ciencias. Todo en aquella
mujer era almibarado, pálido, meloso. No le hubiera sorprendido lo más mínimo
ver a una abeja prendida en la maraña de su pelo rubio.
-Hace un frío que pela -respondió la señorita Meadows, taciturna.
La otra le dirigió una de sus sonrisas dulzonas.
-Pues tú parece que estás helada -dijo. Sus ojos azules se abrieron
enormemente, y en ellos apareció un destello burlón. (¿Se habría dado cuenta de
algo?)
-No, no tanto -respondió la señorita Meadows, dirigiendo a la profesora
de ciencias, en réplica a su sonrisa, una rápida mueca, y prosiguiendo su
camino…
Las clases de cuarto, quinto y sexto estaban reunidas en la sala de
música. La algarabía que armaban era ensordecedora. En la tarima, junto al
piano, estaba Mary Beazley, la preferida de la señorita Meadows, que tocaba los
acompañamientos. Estaba girando el atril cuando descubrió a la señorita Meadows
y gritó un fuerte «;Sssshhhh! ¡chicas!», mientras la señorita Meadows, con las
manos metidas en las mangas de la toga, y la batuta bajo el brazo, bajaba por
el pasillo central, subía los peldaños de la tarima, se giraba bruscamente,
tomaba el atril de latón, lo plantificaba frente a ella, y daba dos golpes
secos con la batuta pidiendo silencio.
-¡Silencio, por favor! ¡Cállense ahora mismo! -Y, sin mirar a nadie en
particular, paseó su mirada por aquel mar de variopintas blusas de franela, de
relucientes y sonrosadas manos y caras, de lacitos en el pelo que se
estremecían cual mariposas, y libros de música abiertos. Sabía perfectamente lo
que estaban pensando. «La Meady está de malas pulgas.» ¡Muy bien, que pensasen
lo que les viniese en gana! Sus pestañas parpadearon; echó la cabeza atrás,
desafiándolas. ¿Qué podían importar los pensamientos de aquellas criaturas a
alguien que estaba mortalmente herida, con una navaja clavada en el corazón, en
el corazón, a causa de aquella carta…?
«Cada vez presiento con mayor nitidez que nuestro matrimonio sería un
error. Y no es que no te quiera. Te quiero con todas las fuerzas con las que
soy capaz de amar a una mujer, pero, a decir verdad, he llegado a la conclusión
de que no tengo vocación de hombre casado, y la idea de formar un hogar no hace
mas que…» y la palabra «repugnarme» estaba
tachada y en su lugar había escrito «apesadumbrarme».
¡Basil! La señorita Meadows se acercó al piano. Y Mary Beazley, que
había estado esperando aquel instante, hizo una inclinación; sus rizos le
cayeron sobre las mejillas mientras susurraba:
-Buenos días, señorita Meadows. -Y, más que darle, le ofrendaba un
maravilloso crisantemo amarillo. Aquel pequeño rito de la flor se repetía desde
hacía mucho tiempo, al menos un trimestre y medio. Y ya formaba parte de la
lección con la misma entidad, por ejemplo, que abrir el piano. Pero aquella
mañana, en lugar de tomarlo, en lugar de ponérselo en el cinto mientras se
inclinaba junto a Mary y decía: «Gracias, Mary. ¡Qué maravilla! Busca la página
treinta y dos», el horror de Mary no tuvo límites cuando la señorita Meadows
ignoró totalmente el crisantemo, no respondió a su saludo, y dijo con voz
gélida:
-Página catorce, por favor, y marca bien los acentos.
¡Qué momento de confusión! Mary se ruborizó hasta que lágrimas le
asomaron a los ojos, pero la señorita Meadows había vuelto junto al atril, y su
voz resonó por toda la sala:
-Página catorce. Vamos a empezar por la página catorce. Un
lamento. A ver, niñas, ya deberían saberlo de memoria. Vamos a cantarlo
todas juntas, no por partes, sino todo seguido. Y sin expresión. Quiero que lo
canten sencillamente, marcando el compás con la mano izquierda.
Levantó la batuta y dio dos golpecitos en el atril. Y Mary atacó los
acordes iniciales; y todas las manos izquierdas se pusieron a oscilar en el
aire, y aquellas vocecillas chillonas, juveniles, empezaron a cantar
lóbregamente:
¡Presto! Oh cuán
presto marchitan las rosas del placer;
qué pronto cede el
otoño ante el lóbrego invierno.
¡Fugaz! Qué fugaz
la musical alegría se quiere volver
alejándose del oído
que la sigue con arrebato tierno.
¡Dios mío, no había nada más trágico que aquel lamento! Cada nota era un
suspiro, un sollozo, un gemido de incomparable dolor. La señorita Meadows
levantó los brazos dentro de la amplia toga y empezó a dirigir con ambas manos.
«…Cada vez presiento con mayor nitidez que nuestro matrimonio sería un error…»,
marcó. Y las voces cantaron lastimeramente: ¡Fugaz! Qué fugaz…
¡Cómo se le podía haber ocurrido escribir aquella carta! ¿Qué lo podía haber
inducido a ello? No tenía ninguna razón de ser. Su última carta había estado
exclusivamente dedicada a la compra de unos anaqueles en roble curado al humo
para «nuestros» libros, y una «preciosa mesita de recibidor» que había visto, «un
mueblecito precioso con un búho tallado, que estaba sobre una rama y sostenía
en las garras tres cepillos para los sombreros». ¡Cómo la había hecho sonreír
aquella descripción! ¡Era tan típico de un hombre pensar que se necesitaban
tres cepillos para los sombreros! La sigue con arrebato tierno…,
cantaban las voces.
-Otra vez -dijo la señorita Meadows-. Pero ahora vamos a cantarla por
partes. Todavía sin expresión.
–¡Presto! Oh cuán presto… -con la añadidura de la voz triste de
las contraltos, era imposible evitar un estremecimiento- marchitan las
rosas del placer. -La última vez que Basil había ido a verla llevaba una
rosa en el ojal. ¡Qué apuesto estaba con aquel traje azul y la rosa roja! Y el
muy pícaro lo sabía. No podía no saberlo. Primero se había alisado el pelo,
luego se atusó el bigote; y cuando sonreía sus dientes eran perlas.
-La esposa del director del colegio siempre me está invitando a cenar.
Es de lo más engorroso. Nunca consigo tener una tarde para mí en esa escuela.
-¿Y no puedes rechazar la invitación?
-Verás, una persona en mi posición debe procurar ser popular.
-…la musical alegría se quiere volver -atronaban las voces.
Tras los altos y estrechos ventanales los sauces eran mecidos por el viento. Ya
habían perdido la mitad de las hojas. Las que quedaban se agarraban, retorcidas
como peces atrapados en el anzuelo. «…No tengo vocación de hombre casado… » Las
voces habían cesado; el piano esperaba.
-No está mal -dijo la señorita Meadows, pero todavía en un tono tan
extraño y lapidario que las niñas más jóvenes empezaron a sentirse asustadas-.
Pero ahora que lo saben, tenemos que cantarlo con expresión. Con toda la
expresividad de la que sean capaces. Piensen en la letra, niñas. Empleen la
imaginación. ¡Presto! Oh cuán presto… -entonó la señorita Meadows-.
Esto es lo que debe ser un lamento, algo fuerte, recio, un forte. Y
luego, en la segunda línea, cuando dice el lóbrego invierno, que
ese lóbregosea como si un viento helado soplase por él. ¡Ló-bre-go!
-cantó en un tono tan lastimero que Mary Beazley, frente al piano, sintió un
escalofrío-. Y la tercera línea debe ser un crescendo. ¡Fugaz!
Qué fugaz la musical alegría se quiere volver. Que se rompe con la primera
palabra de la última línea, alejándose. Y al llegar a del
oído ya tienen que empezar a apagarse, a morir.., hasta que arrebato
tierno no sea más que un débil susurro… En la última línea pueden
demorarse cuanto quieran. Vamos a ver.
Y de nuevo los dos golpecitos; y los brazos levantados.
–¡Presto! Oh cuán presto… -«… y la idea de formar un hogar no
hace más que repugnarme». Repugnarme, eso era lo que había escrito. Aquello
equivalía a decir que su compromiso quedaba roto para siempre. ¡Roto! ¡Su
compromiso! La gente ya se había mostrado bastante sorprendida de que estuviese
prometida. La profesora de ciencias al principio no le creyó. Pero quizá la más
sorprendida había sido ella misma. Tenía treinta años. Basil veinticinco. Había
sido un milagro, un puro milagro, oírle decir, mientras paseaban hacia su casa
volviendo de la iglesia aquella noche oscura: «¿Sabes?, no sé exactamente cómo,
pero te he tomado cariño». Y le había cogido un extremo de la boa de plumas de
avestruz- que la sigue con arrebato tierno.
-¡A repetirlo, a repetirlo! -exclamó la señorita Meadows-. ¡Un poco más
de expresión, muchachas! ¡Una vez más!
–¡Presto! Oh cuán presto… -Las chicas mayores ya tenían el rostro
congestionado; algunas de las pequeñas empezaron a sollozar. Grandes
salpicaduras de lluvia cayeron contra los cristales, y se oía el murmullo de
los sauces, «y no es que no te quiera…».
«Pero, querido, si me amas -pensó la señorita Meadows- no me importa que
sea mucho o poco, con tal de que sea algo.» Pero sabía que en realidad él no la
quería. ¡Que no se hubiera preocupado por borrar bien aquel «repugnarme» para
que ella no lo pudiese leer!
–Qué pronto cede el otoño ante el lóbrego invierno.
Y también tendría que abandonar la escuela. Nunca más podría soportar la
cara de la profesora de ciencias o de las alumnas una vez se supiese. Tendría
que desaparecer, irse a otro lugar.
–Alejándose del oído… -Las voces empezaron a agonizar, a morir, a
desvanecerse… en un susurro…
De pronto se abrió la puerta. Una niña pequeña, vestida de azul, avanzó
con aire remilgado por el pasillo, moviendo la cabeza, mordiéndose los labios,
y dando vueltas a la pulserita de plata que llevaba en la muñeca. Subió los
peldaños y se detuvo ante la señorita Meadows.
-¿Qué sucede, Mónica?
-Señorita Meadows -dijo la niña tartamudeando-, la señorita Wyatt dice
que desea verla en la sala de profesoras.
-De acuerdo -respondió la profesora. Y llamó la atención de las
muchachas-: Confío por el propio bien de ustedes que sabrán comportarse y no
hablar fuerte mientras salgo un momento. -Pero estaban demasiado espantadas
para alborotar. La gran mayoría se estaba sonando.
Los pasillos estaban silenciosos y fríos; y resonaban con los pasos de
la señorita Meadows. La directora estaba sentada a su mesa. Tardó unos segundos
en mirarla. Como de costumbre, estaba desenredándose las gafas que se le habían
enganchado en la corbata de puntillas.
-Siéntese, señorita Meadows -dijo muy amablemente. Y tomó un sobre
rosado que se hallaba sobre el secante del escritorio-. Le he hecho avisar en
mitad de la clase porque acaba de llegar este telegrama para usted.
-¿Un telegrama para mí, señorita Wyatt?
¡Basil! ¡Basil se había suicidado!, decidió la señorita Meadows. Alargó
la mano pero la señorita Wyatt retuvo el telegrama un instante.
-Espero que no sean malas noticias -dijo, con forzada amabilidad. Y la
señorita Meadows lo abrió precipitadamente.
«No hagas caso carta, debí estar loco, hoy compré mesita sombrerero.
Basil», leyó. No podía apartar los ojos del telegrama.
-Espero que no sea nada grave -dijo la señorita Wyatt inclinándose hacia
adelante.
-Oh, no, no. Muchas gracias, señorita Wyatt -replicó la señorita Meadows
ruborizándose. No es nada grave. Es… -dijo con una risita de disculpa-, es de
mi prometido anunciándome que… que… -se produjo un silencio.
-Ya entiendo -dijo la señorita Wyatt. Hubo otro silencio. Y añadió-:
Todavía le quedan quince minutos de clase, señorita Meadows, si no me equivoco.
-Sí, señorita Wyatt -dijo, levantándose. Y casi salió corriendo hacia la
puerta.
-Ah, un instante, señorita Meadows -dijo la directora-. Debo recordarle
que no me gusta que las profesoras reciban telegramas en horas de clase, a
menos que sea por motivos muy graves, la muerte de un familiar -explicó la
señorita Wyatt-, un accidente muy grave, o algo así. Las buenas noticias,
señorita Meadows, siempre pueden esperar.
En alas de la esperanza, el amor, la alegría, la señorita Meadows se
apresuró a regresar a la sala de música, bajando por el pasillo, subiendo a la
tarima y acercándose al piano.
-Página treinta y dos, Mary -dijo-, página treinta y dos. -Y tomando
aquel amarillísimo crisantemo se lo llevó a los labios para ocultar su sonrisa.
Luego se volvió a las chicas y dio unos golpecitos con la batuta-: Página
treinta y dos, niñas, página treinta y dos.
Venimos aquí hoy de
flores coronadas,
con canastillas de
frutas y de cintas adornadas,
para así felicitar…
-¡Basta, basta! -exclamó la señorita Meadows-. Esto es terrible,
horroroso. -Y sonrió a las muchachas-. ¿Qué demonios les pasa hoy? Piensen,
piensen un poco en lo que cantan. Empleen la imaginación. De flores
coronadas, Canastillas de frutas y de cintas adornadas. Y para felicitar -exhaló
la señorita Meadows-. No pongan esa cara tan triste, niñas. Tiene que ser una
canción cálida, alegre, placentera. Para felicitar. Una vez más.
Venga, aprisa. Todas juntas ¡Ahora!
Y esta vez la voz de la señorita Meadows se levantó por encima de todas
las demás, matizada, brillante, llena de expresividad.
FIN
CARTAS DE KHATERINE MANSFIELD
( A SU MARIDO)
-
1 DE DICIEMBRE DE 1922
Mi querido Bogey (…) A propósito de
la Navidad quiero ser completamente franca. Por distintas razones preferiría
que nos volviéramos a ver antes de marzo o abril. Escucha mis razones antes de
condenar. En primer lugar los hoteles de Fontainebleau están cerrados, los
adecuados, se entiende. Y, por el
momento, no podrías permanecer como huésped en el Instituto. Las cosas no están
suficientemente terminadas. Detestarías esto.
Pero aquí
está la razón más importante, la principal. Por ahora hay todavía muy pocos
cambios sensibles físicos en mi estado.
Aún estoy sin aliento, toso, subo las escaleras lentamente, me
veo obligada a detenerme de tiempo en tiempo…”Aún no tengo vida para
compartir”.
31 de Diciembre de 1922 (30 días
después)
Mi querido Bogey
He extraviado mi estilográfica, y
como tengo prisa te escribo con lápiz, discúlpame.
¿Te agradaría venir aquí el 8 ó 9
de enero y quedarte hasta el 14 ó 15? Gurdjieff aprueba este proyecto y quiere
que seas su huésped. Nuestro nuevo teatro debe abrirse el 13. Será una
experiencia extraordinaria. Solo por si decides venir voy a decirte que ropa
conviene trae…Un traje sport, calzado grueso, un sombrero que no tema nada… Escribo
a Brett para que me compre un par de zapatos en la casa Leyven ¿quieres
traérmelos? También podría pedirle que me compre una chaqueta.
Hay un tren que te deja en París a
las 4 y algo.
Espero que decidas venir querido.
Hazmelo saber en cuanto sea posible. Espero que la mujer de Chejov esté también
aquí. Además he vuelto a mi gran habitación bonita, tendremos espacio
suficiente. No puedo hablar de nada más en esta carta. Espero ansiosa tus
noticias.
Siempre tu
amante Wig
Ella muere el 9 de enero, el mismo
día que llega él.
Él es: John Middleton Murry
Murry,
que se remangó para ir a visitarla, la
encontró inusualmente hermosa, como si se hubiera apoderado de ella una
"perfección exquisita" que por el camino había
arrasado con su vida. Esa misma noche, un violento ataque de tos le provocó una
hemorragia de la que ya no se recuperó.
Selección: Martha Corrente
Fotitos del encuentro:
Mi participación:
SOLO
AMOR
No
te enamores de mí.
Quiero
que me ames.
No
me sublimes en un pedestal.
No
quiero evaporarme.
Quiero
que me aceptes.
Que sepas
que pienso por mí misma
que
decido
que
soy libre.
Que yo no ignore
que
pensás por vos
que
decidís
que
sos libre.
Quiero
compartir mis bendiciones
no
mis necesidades.
No
quiero necesitarte.
No
quiero que me necesites.
No
quiero que recites
que
no podés vivir sin mí.
¿Qué
haría yo con tu vida sino destruirla?
¿Qué
sería de mí con mi vida en tus manos?
Quiero
la unión de plenitudes.
Entrar
por tu puerta
e
ingresar a la unidad
sin
reparos,
sin
ambiciones,
sin
expectativa
Salir
por ella segura
de
la inexistencia del daño.
A
sabiendas de que te amo
pase lo que pase
hagas
lo que hagas.
Sabiendo
que me amás
pase lo que pase
haga
yo lo que haga.
Sin
cuestionamientos
Sin exigencias
Sin
idealizaciones
Sin fingimientos
Solo
amor y ¡Tanto!
No
te busco.
Siquiera
sé si quiero encontrarte.
Hasta
entonces, si llega entonces,
yo
voy, con la luna a cuestas.
Tal
vez. Si se da el encuentro
Si
quiero encontrarte
Si
vos querés
La
penda en tu cielo para que lo ilumine.
Con la certeza de que
cuando me vaya,
si
me voy,
si
tengo que irme,
no llené ningún vacío.
Con la seguridad de que
cuando te vayas,
si
te vas,
si
tenés que irte
no me quede ningún hueco.
Tan
solo amor
y
¡Tanto!
L.B.
Algunos comentarios recibidos:
Tertulia Literaria en honor a Katherine
Mansfield. El taller "Las estrelladas" brilló en todo su esplendor.
Muy bueno, Marta Corrente!!!
Monica Bergoboy Muy buena tertulia, conocimos y disfrutamos a Katherine Mansfield.
Excelente coordinación de Martha Corrente y su taller.
Cecilia
Maria Labanca Quiero agradecer a Martha
Corrente y todo su equipo de trabajo la excelencia lograda esta tarde, en el
acercamiento a la obra y detalles de la vida de Catherine Mansfield. actuación,
lecturas, proyección de imágenes, ambientación con juego de luces y suspenso
hasta los acordes finales ejecutados en violoncello, evocando de manera feliz
el ambiente y las vivencias de una autora de excepción. Fue un verdadero
deleite. Muchas gracias!!!
Monica Pino Linda tarde. Felicitaciones a Marta Corrente y sus talleristas!! Muy buenos textos, cafecito y encuentro con amigos.
Norma Martinelli Ha sido una tarde hermosa. El poder compartir tantos textos diferentes enriquece. Gracias.
Monica Pino Linda tarde. Felicitaciones a Marta Corrente y sus talleristas!! Muy buenos textos, cafecito y encuentro con amigos.
Norma Martinelli Ha sido una tarde hermosa. El poder compartir tantos textos diferentes enriquece. Gracias.
Gracias, a Marcela Galván por tu buena disposión y colaboración y a Anahí por su apoto tecnico logístico y la realización del video!
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