"ELEGIDOS 2016"
Seda Verde ganó el Tercer Premio.
Para lo que quieran leer, aquí va:
SEDA VERDE
Son las tres de la madrugada. En la humilde casa de Aurora la luz sigue
encendida. Se escucha suave “La Primavera” de Vivaldi.
¿Aurora Pérez? Tengo un trabajo para usted, recuerda mientras está terminando la bufanda
número diez.
Necesito cien bufandas realizadas con este hilado, le dice mientras abre la bolsa que apoya en la
mesa para mostrarlo. Revive la sedosa textura de ese hilo que ahora trabaja con
sus manos incansables y que se desliza caprichosamente por sus dedos,
enredándose a veces en la urdimbre, más veces de las que ella quisiera.
Trae su memoria el aspecto del hombre. No era habitual trabajar con ese
tipo de gente. (¿Por qué había aceptado? ¡Bien
sabía por qué!)
Las necesito para el miércoles.
Esto bastará para confeccionar las cien; hasta quedará un remanente
que usted podrá usar en lo que quiera.
Aurora dudó seriamente de estas palabras. Desde que tenía uso de razón
se había dedicado al tejido. Esa cantidad podría alcanzar para unas diez, no más.
No estaba dispuesta a esas alturas a tratar con excéntricos. Estaba por negarse
a tomar el trabajo cuando el extraño soltó la propuesta: Pago el doble de su tarifa, la
que sea. Aurora dudó el doble esta
vez. Sin embargo, pensó en el techo que merecía un buen arreglo antes de que
empezara el invierno y sin dudas se fugaron junto con la brisa fresca que
acarició su rostro. El escalofrío la hizo envolverse mejor en su chal. El miércoles,
pensó, debería trabajar más horas de las diez
habituales. Seguía indecisa cuando se desató la tormenta y una gota perforó
el techo y enfrió su nariz, y otras iniciaron su sinfonía metálica en los
cacharros estratégicamente dispuestos para recogerlas.
Aceptó, a pesar de la inquietud que perturbó su alma.
¿Su nombre? No
tiene importancia. Tampoco le dije lo que voy a cobrarle. Eso tampoco tiene importancia. El miércoles
a esta misma hora paso por ellas y le traigo su paga. Y salió de la casa.
El cucú cantó doce veces. La
tormenta arreció toda la noche.
Aurora afirmó el último nudo. Observó el hilo restante. La bolsa no
había sufrido merma alguna. Sospechó de ese hecho pero se entretuvo haciendo
sus cuentas. Estaba cansada. Necesitaba dormir, sus manos tenían la indecisión
del agotamiento y su cuerpo reclamaba su recompensa.
Empecé a las cinco, son las
tres ¡Veintitrés horas sin parar! Dos horas y media cada una, faltan noventa… Tomó el cuenco y
lo puso al fuego. Un tazón de sopa, eso
necesito, noventa por dos, ciento ochenta, más cuarenta y cinco, doscientas
veinticinco, dividido por… ¿por cuánto divido? Si trabajara lo habitual necesitaría veintitrés días, y miércoles es dentro de seis… Sorbía lentamente la sopa, tratando de desatar con
suavidad el increíble nudo que cerraba su estómago. Estaba loca cuando le dije que sí, rematadamente loca.
Volvió mentalmente a sus cálculos. Los rehízo desde otra óptica: noventa dividido seis, quince. Nada de
dormir, Aurora, y aún así, no llegás en término.
Miró el catre. ¿Si se tiraba
solo un ratito? ¿Un ratito no más? Desestimó la idea y preparó una pava
llena de café, bien fuerte, se dijo, para despertar muertos.
Mientras tomaba su jarro de
café observó la bolsa con curiosidad. ¿Cómo
es que sigue igual? ¡Aurora, dejate de pavadas y manos a la obra!
Le va a alcanzar para las cien y hasta quedará un resto para que haga
con él lo que quiera. Le pagaré el doble de lo que cobra habitualmente. El
miércoles a esta hora… Recreaba una
y otra vez la conversación para darse ánimos y no sucumbir al sueño y al cansancio.
Las piernas se le adormecían, no hallaba posición.
La número diez se enroscó en sus piernas: se las masajeaba suavemente
y el alivio las recorría desde las rodillas hasta los dedos de sus pies.
Sonaron las seis cuando sus manos se empacaron del todo y no
respondían al llamado del deber. Iba por el cincuenta por ciento de la número
veinticuatro.
Calentó agua con sal en una olla y sumergió en ella sus manos. La
tibieza la relajó y sus ojos se entrecerraron suavemente. Dormitó un rato, un
buen rato. La despertó el cucú de las nueve acompañado de la sinfonía de las
gotas tañendo los cacharros. Se sobresaltó…
Tenía clara la recompensa por el trabajo realizado, pero… ¿Qué pasaría si no cumplía? Esto le
inspiraba un temor gigantesco, como si se le apareciera la dama de negro en
persona. Secó sus manos y las puso rápidamente a trabajar. Con sorpresa notó
que a la veinticuatro solo le faltaba el remate final. Estaba segura de que
solo había tejido la mitad. Barrió la duda y siguió adelante.
El tintineo de la lluvia no menguaba y la temperatura bajaba
considerablemente. Miró el canasto: vacío. Había olvidado entrar la leña y ahora
estaría toda húmeda. El humo malograría su trabajo.
El frío la entumecía. La número veinte se enroscó en su cuello. La
diez volvió a su posición, el frío se disipó en la seda verde. Con nuevos
ánimos continuó el tejido.
La medianoche la sorprendió anudando la veintisiete. Rehízo sus
cálculos. Había superado su velocidad ampliamente, a una hora y media. Tejería
hasta la treinta y tomaría un descanso.
A las cuatro y media cortó una rebanada de pan y un trozo de queso,
calentó caldo y un poco más repuesta se recostó en el catre hasta que el cucú
diera las seis.
Durmió, si a eso se le puede llamar dormir, dando millones de giros en
su catre, soñando con el extraño personaje del encargo y la parca escondida en
el bolsillo de su capote que se interponía entre su dinero y ella. Hacía frío,
pero ella despertó empapada en sudor. Se dio una ducha rápida con el agua bien
caliente y se sentó a continuar con su tejido. En ese momento dieron las seis.
Con el cuerpo caldeado por el baño y enervado por el miedo trabajó sin
parar durante los siguientes cuatro días. No hizo caso del frío ni del dolor de
su espalda, ni de la dormidera que intrusa se enseñoreaba de sus manos y sus
pies.
El miércoles, cuando el cucú sonó seis veces en la mañana, sucumbió
sin remedio. Ya no pudo obligar a sus ojos a mantenerse abiertos, ni a sus
manos a que obedecieran, y cayó en un sueño profundo. Todavía faltaban diez y
la noventa había quedado sin rematar.
Ese día el sol reapareció en el horizonte. Apiladas, las bufandas
descansaban sobre la mesa de trabajo, ocho de diez, una de nueve.
Aurora se fundía en su pesadilla. Tres metros bajo tierra. Se abatía
por quitarse de encima los terrones, perforarlos para alcanzar el aire.
Manoteaba el vacío, empujaba con sus piernas…
La diez y la veinte se anudaron a ellas, la treinta y la cuarenta
atacaron sus manos, cincuenta y sesenta sus antebrazos, setenta y ochenta su
espalda y la noventa se acurrucó en su corazón.
Como zombie, Aurora se sentó en su silla de trabajo y no se detuvo
hasta anudar la número cien. Solo restaban cinco minutos para la medianoche del
miércoles. Con delicadeza, las capitanas ayudadas por la cien la acomodaron en
el catre y rápidamente se ubicaron al tope de sus pilas.
Aurora despertó radiante a las nueve con una sonrisa que desdibujaba
el cansancio y los temores de esa extraña semana. Recordó haber tenido una
pesadilla horrible, pero fuera de ese detalle, nada. El sol ingresaba a pleno en
la pequeña casa iluminándola y caldeando sus rincones.
Vació uno a uno los cacharros contenedores de agua de lluvia filtrada.
Calentó café, cortó una rebanada de pan y un trozo de queso y se dispuso a
desayunar. Cuando se sentó a la mesa vio un maletín y una bolsa sobre su mesa
de trabajo. Abrió el maletín, contenía una cantidad de dinero que ella nunca
había visto toda junta. Espió la bolsa: contenía hilado verde, de textura
asedada, familiar a su tacto.
Su memoria despertó. Recordó todo, absolutamente todo. Se sonrió. Tomó
su cuaderno de pedidos, apuntó su experiencia de cabo a rabo y lo guardó en su
cofre de reliquias.
Allí lo encontré yo, hace unos años, cuando Aurora dejó este espacio
por uno mejor. Lo transcribo para que no se pierda, por lo menos esta historia,
ya que de Aurora hace tiempo que no sé nada.