lunes, 12 de mayo de 2014

NUDOS NARRATIVOS Y VERSOS DESATADOS


El 13 de abril de 2014, en el SUM de la Sede Cultural Caseros el Talle Del Alberdiguero, del que formo parte, presentamos nuestra antología 2013.




MIS CUENTOS PUBLICADOS

LAS TIJERAS

Uno, dos, tres, cua… no, ese no, ése es de otro color. ¿Por qué me mirara de ese modo tan raro? Cuatro, cinco, seis… ¿Traje las tijeras en el bolso? Seguro. Siempre las traigo. Mejor me fijo… ¡Ay! ¡No las encuentro! ¿Cómo me pudo pasar? ¡Y me sigue mirando raro! Fijáte, fijáte bien Angelita, tienen que estar en algún lugar.  Siempre te digo que los bolsos tan grandes no son buenos para todo. No, no las encuentro; las llaves, el monedero, la libreta, el costurerito. ¡Eso es! tienen que estar en el costurerito. ¿No? ¡No, no están! ¡Justo ahora me viene a pasar esto! Esos ojos que me persiguen… ¿Por qué me mira así? Me quiero levantar e irme. No,  no puedo hacerlo hasta que encuentre las tijeras. Uno, dos, tres, cuatro balcones. Creo que me pasé. En la esquina me bajo. No, todavía no. ¿Dónde se habrán metido las tijeras? ¡Y me sigue mirando! ¿Tendré monos en la cara? No puedo bajar antes que él si no encuentro las tijeras. ¡No me saca los ojos de encima! ¿Nerviosa? No, no estoy nerviosa. ¿Miedo? ¡¿Miedo yo?! ¡Qué tontería! Angelita no le tiene miedo a nada. ¡Malditas tijeras! Parece que las olvidé en algún lado. ¡No puede ser! Tengo que bajar… ¡Ay, esta gente que no se corre!  Debo abrirme paso. ¡Ay! Se levanta. Ya bajo y lo pierdo de vista. ¡Ay, me caigo! ¡Ay!....
¡Ay!
Angelita cayó cuan larga era, lo que no es tanto, apenas un metro cincuenta y cuatro. El caballero se apuró en bajar para ayudarla y dos o tres transeúntes ya la alcanzaban.
¿Está bien, señorita? ¿La ayudo?
Angelita, colorada hasta las uñas y el pelo, colorada con ese rojo maduro, bien maduro de los tomates que ya se echan a perder, que están a punto de explotar, negó con la cabeza.
¡No puedo creerlo! Y ahora ¿qué hago? ¿Dónde están las tijeras?
En cuatro patas, presurosa, como si huyera de una fiera; convertida ella en una fiera acorralada, juntó como pudo las cosas que se le escaparon del bolso, y unos metros más adelante, cuando logró ponerse en pie, se alejó del lugar tan rápido como pudieron sus tacos aguja. Sus potenciales salvadores, boquiabiertos e inmersos en una cómica estupefacción, no sabían cómo contener la risa del lamentable espectáculo.
El par de ojos que la miraba se multiplicaron por cinco, por diez, por veinte. Gracias a Dios ella no llegó a saberlo. Más de uno casi se abalanza en su ayuda cuando uno de sus tacos se atoró entre dos baldosas trabando una batalla campal: éstas por no soltar prenda hasta romperlo y él por zafarse de ese par de callejeras defectuosas. Angelita se bamboleaba peligrosamente, sus cabellos perdían su habitual compostura y el tajo de la pollera sufría una cicatriz incurable, pero esta vez la vereda no la alcanzó. Luego de un par de vaivenes audaces, el cuerpo retomó su ritmo habitual y las piernas alcanzaron su velocidad de crucero.
Así pasaron bajo sus plantas unas cinco cuadras, más que menos. Recién entonces se animó a voltear para confirmar que ya nadie la perseguía.
El esfuerzo había colaborado en que no perdiera el subido tono rojo, por el contrario, complicó su maquillaje al sumarle unas brillantes gotitas de sudor en la frente y en la base de la nariz. Alcanzó a verse reflejada en los vidrios de La Churrasquita. Una mueca de espanto se le dibujó en la cara. Con maestría metió la mano en la cartera y uno a uno fueron apareciendo como por arte de magia, el peine que acicaló el cabello y lo devolvió a la normalidad, la polvera que borró las gotitas de sudor de la frente y la nariz y el labial minucioso que delineó su boca provocativamente.
Toda la avenida Corrientes había sido testigo de su desaliño,  a ningún comensal de La Churrasquitra le pasó inadvertida su recomposición. Curiosamente Angelita no se percató de ello hasta que hubo concluido la tarea. Dando una última mirada de aprobación a su obra advirtió que un hombre desde una de las mesas cercanas le sonreía a través del vidrio.
¿Será posible que una no pueda caminar tranquila por esta ciudad?
Con un digno gesto de indignación la señorita Angelita se dispuso a seguir su camino. ¿A dónde es que iba yo? Ya no recordaba el cometido de su salida, con todos estos desagradables incidentes no podía poner orden en su mente y mirando el piso se dirigió lentamente hacia el Obelisco.
Una, dos tres, cuatro…. El cordón, cuidado. La frenada llegó tarde a sus oídos, no así los insultos del conductor. Cada día están más locos, ya no respetan al peatón. Se decía mientras un ojo redondo, grande y rojo, la miraba fijo. Esperó el verde y cruzó, pero no bien alcanzó el otro cordón, el de la 9 de Julio, el siguiente volvió a parpadear en rojo.
Uno,… dos,… tres, ese es bordó,… ¿por qué habrá tan pocos autos rojos?
Un mundo de gente la arrastró cuando el muñequito se iluminó de blanco y la llevó a la otra ribera de la gran avenida. Allí el malón se detuvo y ella con él, hasta que nuevamente la arrastró por la acera y la condujo a la vereda de enfrente. Corrientes era un hervidero de gente apurada por llegar a ningún lado. Gentes con portafolios que le golpeaban las piernas, con carteras colgadas de los hombros que empujaban la suya, grupitos compactos que no dejaban pasar, bocas que hablaban a los gritos por el celular y la risa de ese joven, esa risa que hacía eco en su cabeza….
La confusión la acercaba a la locura. Haciendo alarde de estratega, en la primera esquina dobló a su derecha. Esta calle parecía más tranquila aunque muy angosta y los colectivos amenazaban cada dos por tres con subirse a la vereda. Trató de caminar bien a su derecha, esquivando los escaparates de los kioskos con sus pancheras y a los que se creen dueños de la calle y avasallan  o se detienen bruscamente a mirar una vidriera.
En un cruce se detuvo a mirar los carteles: Suipacha (por la que ella caminaba) y Bartolomé Mitre. Cruzó Mitre y caminó un poco más. Se detuvo ante una puerta gigantesca, el doble de su estatura, maciza, pesada, imponente. Le llamó la atención que estuviera entreabierta. La seducía invitándola a entrar… pero siguió caminando. Caminó unos pasos y retrocedió sobre ellos. Observó los números negros en el cartelito ovalado: sobre el  esmaltado blanco se destacaba el 78. Apoyó su mano delicadamente sobre la madera lustrada y como quien no quiere la cosa, la empujó; un poquito, otro poquito, un poquito más y se metió en el edificio cerrando la puerta tras de sí.  Sus ojos se  acostumbraron poco a poco a la penumbra del lugar. Un torrente de adrenalina se apoderó de ella.
¿Qué estoy haciendo? ¿Por qué entré acá?
La iluminación era tenue, amarillenta. Provenía de una lámpara que yacía sobre una mesa escoltada por dos sillones de terciopelo. Angelita estaba cansada. Se sentó en uno de ellos, cerró los ojos, suspiró profundo. El lugar olía a libro viejo y humedad. Poco a poco su respiración se fue haciendo más y más leve, apenas perceptible…
¡Corré, Angelita, corré! ¿Por qué me persiguen esos ojos? ¡Qué oscuro este lugar! No puedo ver dónde piso. No me puedo detener sino van a alcanzarme. Tengo que llegar a esa luz que veo allá, en el fondo. No pares, ¡Ay! Me clavé algo en los pies. ¡No pares te digo! Debo seguir corriendo, rápido que ya vienen…
De pronto abrió los ojos. Miró a todos lados. ¿Dónde estoy? Recordó los ojos. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Miró sus pies, estaban bien acomodaditos dentro de sus zapatos. Se descalzó, no había  rastros de heridas en ellos. Volvió a calzarse. Encendió un cigarrillo y aspiró fuertemente tratando de apaciguar sus latidos. Rápidamente se arrepintió de su osadía y lo aplastó en el cenicero de cristal. Entonces las vió, sobre la mesa, las tijeras, sus tijeras. ¡Mirá dónde estaban! Las tomó. Unos ríos oscuros y resecos las recorrían desde las puntas, a lo largo de sus hojas, endurecían su articulación, continuaban por las ramas y manchaban ambos ojales. Miró la mesa. Una mancha color terracota destacaba sobre el vidrio la silueta deformada de unas tijeras.

 Rápidamente la señorita Angelita sacó de su bolso unas toallitas húmedas y limpió el vidrio. Luego se ocupó de las tijeras. Alisó el tapizado de terciopelo del sillón. Miró a su alrededor en un último acto de comprobación y salió.




CONFESIONES SECRETAS

“Belena, Belena, Bolena
¿También eres Ana?
¡Ay! Te falta un dedo
y en tu cuello el lunar.”

Belena pudo haber sido diferente. Pero no lo fue. Se dejó llevar por la pasión que nubló su vista y su entendimiento, y se hundió fantasmalmente en una red que tejió con sus propios hilos.
Se cubrió de una armadura de orgullo y ocultó bajo una piel de metal sus sentimientos de soledad y abandono. Usó como escudo su belleza y aprendió rápidamente las reglas de la seducción. Pero con él, Jan Engelhardt, no pudo.
Podría haberse conformado con los chismorreos de las amigas de su prima. Pero no. No lo hizo. Eso solo podía alimentar su ego, nada pequeño por cierto, como el ego de todos los seres pequeños. Eso no le bastaba. Ella lo quería a él: íntegro, entero, solo para ella, en cuerpo y alma. Se valió de todos sus ardides hasta la humillación, incluso usó aquellos que nunca hubiese imaginado a no ser por él. Esos que podrían estremecer a un muerto. Pero este hombre era incorruptible.
Cortó por lo sano. Si no era para ella, para nadie. En estas condiciones, mejor la muerte… para él, por supuesto.
Ninguna emoción. No se le movió un pelo ni se le alteró el pulso cuando echó en el té el veneno cómplice que la libraría de su tortura. Preparó la bandeja, agregó un platillo con las galletas de avena que Cecilia había horneado, se envolvió en su halo seductor y se dirigió al escritorio. Ni siquiera le molestó el agradecimiento frío y distante de su primo político al recibir su merienda. A esto respondió con un beso en la sien y un susurro de adiós en su oído. Salió de allí satisfecha, son ese sabor dulce que deja el deber cumplido.
Se fue sin despedirse de su prima y su sobrina con toda la intención de no volver jamás. Sin embargo, no fue más que traspasar la gran puerta de Suipacha 78 cuando un embrión creciente en su interior, cada vez más despierto, imparable, tomó forma.
Los sueños que su mente perpetraba en  las noches la despertaban con un sabor amargo, a carqueja sin azúcar, que la acompañaba durante el día como una sombra a pleno sol. ¿Remordimiento? ¿Culpa? ¡Nada de eso!
La planta que había germinado tenía un nombre bien diferente. Se  la conoce como venganza.
Usted dirá que ella, justamente ella, no tenía nada que vengar y estaría muy en lo cierto. Pero, como habrá podido inferir, Belena percibía la situación de otra manera.
En Guirlanda la enfermedad y la pérdida de su esposo completaron su tarea. Cecilia la encontró el doce de abril, a las ocho en punto, dormida. Tan dormida que nunca pudo despertarla. La vieja casona se conmovió con la loza del desayuno hecha trizas y los gritos de la muchacha. Luego el luto invadió sus paredes. Las velas y las flores pudrieron el aire y Belena hizo su entrada triunfal de mesías salvadora, deshecha en llanto y abrazos a su sobrina, huérfana al fin.
El mundo se había complotado a su favor, y lo había hecho rápido y eficientemente. A los pocos días se instalaba con Cecilia y oficiaba de reina y mendiga en las posesiones que le correspondían por derecho. Así pensaba ella. No. Digo mal. No pensaba, estaba completamente segura de ser acreedora de esos derechos.
Pasado el primer tramo Cecilia despertó de su dolor, solo de a ratos. La tristeza la invadía por espacios y la sumía en un mundo de fantasmas. Entonces Belena le preparaba un té y ella creía sentirse mejor. Se mezclaba en sus recuerdos de niña mimada y querida hasta sumirse en un leve placer que provocaba sus lágrimas.  Luego el sopor mullido en el que se hundía, la alejaba hasta dormirla.
Algo debió haber advertido Cecilia. porque un día, no sé cuándo, decidió no beber más té. Nada le dijo a Belena. Solo esperaba a que ella se retirara de la habitación para volcar el contenido en el lavatorio.
Más lúcida, pudo controlar mejor los gastos y los movimientos de la casa, aunque con cierta discreción. Cierta inquietud en su interior que no podía definir con claridad, la llevaba a temer a su tía segunda, a desconfiar de ella.
Belena notó que se hallaba parada en un castillo de naipes. No entendía bien lo que estaba pasando, pero los espasmos de lucidez controladora de su sobrina la pusieron en alerta. Su  naturaleza, provocadora de definiciones, urdió un nuevo plan.


El diablo los cría y ellos se arrejuntan.
Por aquel entonces Belena andaba en tratos con un malandrín de poca monta, de buen vestir, entrador y muy simpático, alto y flaco como sus bolsillos, cultor del sexo y de sus goces, que a Belena la elevaban al cielo en un ping pong con el infierno del que no lograba ni quería despegarse.
Le confió su plan. Le facilitó un plano detallado de la casa y de los lugares donde debía buscar. Sugirió un buen susto para su sobrina y una escapada a la otra ribera. Recomendó los guantes y el silencio. Le hizo escribir una nota firmada por un nombre cualquiera, Fabián ganó el concurso. El lunes iría al médico, a las tres en punto y le daría el día libre a la mucama. Se encontrarían a las ocho, en el bar de Rivadavia al 1800, La Hora, así se llamaba…
Pero el Fulano cumplió solo una parte del plan.  No llegó al bar ni a la hora señalada, ni antes, ni después: simplemente no apareció… Brilló por su ausencia y la ira de Belena estalló.


El silencio de los vivos
El martes la mucama encontró a Cecilia en el piso de su habitación, acurrucada en posición fetal, a lágrima viva y silenciosa, la ropa desgarrada y pequeñas manchas de sangre en el piso. Buscó a Belena por toda la casa. No la encontró. Llamó al médico de la familia y cuidó de la muchacha hasta que pareció mejorar. Entonces decidió que para ella esto era demasiada responsabilidad y se buscó otra casa.
Cecilia quedó a su propia merced, a merced de sus desvaríos y de sus momentos de lucidez. Hasta que un día, en el tranvía, la vio, a su madre. Ya no volvería a perderla, la siguió y no cejó en su empeño hasta llevarla de vuelta a casa…


Carnaval, carnaval, el diablo anda suelto…
Belena abrió el diario esa mañana. Lo ojeó por encima. Pasó sus manos por las páginas y un velo negro de tinta cargado de cierta electricidad jugueteó en su palma. Este pequeño indicio la hizo sentir exultante. Algo realmente especial iba a sucederle ese día.
Preparó café y tostadas. Se sentó a la mesa a mirar concienzudamente las noticias. Algo había en él destinado solamente a ella. Lo sentía desde lo profundo. Fue directo a los policiales. No sabía si Cecilia había hecho la denuncia, pero si fuera así buscarían afanosamente a un tal Fabián, nunca a ella.
Ese lunes, casi a la medianoche regresó a la casa de Suipacha. Vio a Cecilia. Ella  no la reconoció, estaba ida. No más verla  descubrió lo sucedido. La violación de su sobrina no estaba prevista como tampoco el hecho de que se fuera solo con el botín. ¡Doble traición! Aunque no llegaba a definir cuál le dolía más a su armadura,  si la primera o la segunda. Pero ese mequetrefe las pagaría, no importaba cuál fuera la mano vengadora.
Esa noche suministró suficiente información en su llamada anónima a la policía. En cualquier momento iba a suceder.
El diario se abrió como por arte de magia en los avisos fúnebres, casi pasa inadvertido para ella pero sus ojos fueron directo a él.
“Cecilia Engelhard, q. e. p. d. Su familia partici­pa su fallecimiento... Casa de duelo: Suipacha 78”.
En la sorpresa el café salpicó todo a su alrededor y las tostadas brincaron del plato haciéndose eco de su alegría. La huérfana había muerto. Y ¿saben qué? Ella era la única heredera de los bienes...
Cantó, bailó, rió hasta que no pudo más. Había esperado algo grande ese día, pero nunca imaginó...
Revolvió el ropero hasta encontrar lo que buscaba: un hernoso vestido negro, luto riguroso y de la mayor discreción. Enrojeció con cebolla sus ojos, demacró su maquillaje y actuó en consecuencia.
La capilla ardiente se realizaba en la casa. ¿Quién se había ocupado de todo eso? No importa. El abogado de la familia,  tal vez.
Tomó un taxi. Los ricos no reparan en gastos. Y ella era rica, R I  C A;  millonaria, MI  LLO NA RIA. Una corona tal vez. No. Una palma es más que suficiente. Aunque una orquídea le daría distinción.
Entro a la amplia sala. La media luz  reflejaba las sombras de dos féretros. No había nadie. No la sorprendió. Tal vez las urracas no lo saben aún. Ya vendrán y aquí estaré, donde debo estar…
Se acercó lentamente como si sintiera la necesidad de cerciorarse. Vio una sombra sobre ella. Giró sobre sí enfrentándose a la misma muerte, pero viva. Sintió el estilete traspasar su belleza, rasgar su envoltura metálica, y hundirse en su corazón. No pudo decir nada. Cayó a los pies de los ataúdes en una mezcla de rojo y negro. La orquídea blanca que llevaba en sus manos voló por el aire y como una mariposa se posó en las manos de Cecilia. La sombra desapareció.
                                                                            “Belena, Belena, Bolena
                 ¿También eres Ana?
                 ¡Ay! Te falta un dedo
                 y en tu cuello la mancha.
                 ¡Ay, pero ella era buena!
                                                                            Aunque tenía seis dedos
                                                                            y un lunar escondido
                            bajo los rubíes de su collar.”

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