sábado, 24 de mayo de 2014

X ENCUENTRO NACIONAL DE NARRATIVA CUENTO CORTO - BIALET MASSÉ - 15-17/05/ 2014





Rodeada de la magia  de Punilla (Córdoba), la calidez de los participantes y la excelente organización, participé del X Encuentro Nacional de Narrativa, realizado por La Hora del Cuento, puntualmente por Daniela Selene Lorenzini Sánchez, con la colaboración de Miguel Aguilera. 

Comparto con ustedes algunas instantáneas, lecturas y paisajes.




Sede del encuentro: 

FATIDA Hostal Colonial Serrano



Paisajes

 Flores


Lecturas


Zapatillas Violeta

“No hay esperanza duradera en la violencia
Solo un alivio temporal de la desesperanza”
(Kingman Brewster Jr)

20 de abril de 2014
¿La viste a esa pendeja? ¿De qué se las da? Era para romperle esa cara bonita que tiene. ¡La mataría! Siempre tan suavecita, tan lady, con sus zapatillas violetas. Se la cree nomás, la muy pajera. Mirá que soplarme a mí, justo a mí, el flaco ese. Me las va a pagar y no le va a salir barato el chiste.
¡Cómo me gustan esas zapatillas! Estoy juntando, pero está difícil. Los otros días hice la cuenta. Tendría que encamarme con cuarenta chongos y así y todo no 
me alcanzaría. Además más de uno la quiere sin pagar, como ese turro que encima me pegó y no me dejó una moneda. Si será bruto. Pero esto no va a quedar así. No, chicas. Tengo un plan.

24 de abril de 2014
No puedo parar de llorar. No puedo sacarme de la cabeza que todo fue mi culpa. Pobre Naira, pobrecita.¡ Está tan quieta! Apenas respira gracias a todos esos enchufes que tiene. Yo sabía. Le tenía que haber dicho. Por eso le pedí a Juan que me pasara a buscar. Yo sabía que la Negra no se iba a quedar con las manos cruzadas. Debía haberles advertido, a ella y a Sofía. Pero sobretodo a vos, Naira, que encima me defendiste y yo…. ¿Podrás perdonarme?

29 de abril de 2014
Se murió la puta esa. Podría haber tenido la decencia de bancársela. Nunca pensé que fuera tan flojita. Por un par de golpes y unas patadas… Cambiaron la carátula del caso: "Homicidio doblemente calificado por la participación de una menor de edad y por concurso premeditado de dos o más personas" Creen que soy tarada y no sé lo que eso significa. Esto de pensar que me las hagas después de muerta, Nairita, me hierve la sangre. ¡Linda manera de vengarse! Pero ¿sabés qué? Tengo tus zapatillas y me quedan súper...


Liliana Bianco



DOÑA VAINILLA SAN LORENZO

Cuando un inadvertido se topa conmigo me saluda con una serie de palabrotas que mi buena educación no me permite repetir. Hoy casi todos los transeúntes me saludan. Hoy llueve. Algunos son conocidos.

Soy una Vainilla San Lorenzo de pura raza y desde la cuna me enseñaron que no debo hacerme cargo de los errores de los veredistas, aun cuando ellos digan que estamos mal terminadas y por eso nuestra colocación es un desastre. ¡No señor!

Mi compañera dice que es mi culpa porque se me ve tan bien acomodadita que a nadie se le ocurre esquivarme; pero, mis amigos, la elegancia ante todo. Como les dije, soy una Vainilla San Lorenzo, una dama de pura cepa y aprendí muy bien los protocolos y a disimular cualquier defecto en pos de la salud de mi honorable apellido.
Ahí vienen ellos, Abelardito y la mina de ojos tristes, la que dijo la gitana.

 Lo de Abelardito es una broma, mide casi trece veces mi tamaño, y aunque ella dice que no es ella la mujer de la que  habló la gitana, yo sé que sí. Lo sé de primera mano. Fui testigo del abordaje de la quiromántica bajo este mismo farol que ahora me hace un guiño.

Me encanta verlos apurados cruzar estas esquinas, saltar al cordón, caminar casi corriendo con un ansia desesperada, con unos deseos profundos incapaces de ser colmados, con esa agitación propia del hambre que despierta todos los sentidos, voraz, inacabable.

Se miran a los ojos, los labios apenas abiertos, brillantes de expectación.

Van de la mano sobrevolando bandoneones y violines, esquivado paraguas y sombreros.  Se sueltan al toparse con una pareja, juegan con ellos a quien pasa primero; reanudan con un suspiro  la carrera y, ya falta poco,  solo un poquito; y las manos temblorosas que no aciertan con el ojo de la cerradura, y  proba vos que yo no puedo, y el golpe seco de la puerta que se cierra tras ellos; y el sonido de los tacones subiendo de dos en dos las escaleras y...  silencio.  Solo unos segundos, unos segundos nada más. Y entonces el clik clak al caer el vinilo, el ronquido de la púa buscando la pista y ya  llega a la calle la melodía sensual que excita los cuerpos húmedos que arden, el humo chamuscado del pucho mojado sin apagar que alguien al pasar dejó caer a mi lado, la voz áspera, gutural, profunda del Polaco... Y que ganas de llorar en esta tarde gris...

Ya lo había predicho la gitana que  leyó la mano de Abelardito. Ella se lo dijo, lo de la mina de ojos tristes, lo de esta sensación desesperante que los embriaga y los une: lo que ella, la de la mirada triste, simplemente llama Tangurria.
Liliana Bianco



Pintura: Curia, José “Bailate un tango Ricardo”




ME PIERDO

No me gusta salir los días de lluvia. Tal vez mis ancestros campesinos me traicionan. O el mate y la torta frita.                   Tal vez...

En esta vida que llevo ahora corro más rápido que el tiempo. Corro aunque llueva, arrase el viento o me incinere el sol,        y no me gusta.

Ganarle al tiempo es perderle a la vida.
Le gano al tiempo, que no existe. Yo soy vencedora de la nada,    y me pierdo.
Liliana Bianco


El sábado por la mañana ... Mates, pastaflora o pastafrola (como más les guste) casera, (¡Gracias Nelly!) 


                                                 y más lecturas...


Tuvimos presentaciones de libros:
                                                       " Tierra colorada, niña negra"
                                                       "Nanine"
                                                       "Atando mordiscos"
                                                                     de la escritora Teresa de Jesús Soler (Azul)
                                                      "El medallón de mi madre"
                                                                     de la escritora Amanda Giorgio (La Carlota)
                                                      "Guía didáctica 1 y 2"
                                                                     de la escritora María Eugenia Caixach Lahite                                                                                                                                                        (Ituzaingó)

"Cinco obras de teatro"             
               del escritor Andrés Caro Berta (Uruguay)
 "Incineración Interna"
               del escritor Mauricio Moday (City Bell)



ANTOLOGIA


 Diario íntimo de Isabel  (Fragmentos) (Liliana Bianco)
10 de mayo de 1838
Estoy perdida. Este hombre me tiene perdida. Mi mente, mi cuerpo, mi alma se estremece con solo pensar en él. Y no puedo dejar de pensar en él. Y el muy mal nacido hace meses que no se aparece. Siento que dio por terminado todo, como si no le importara nada. Una aventura, eso es lo que fui. Una aventura, una chinita al paso ¿Cómo se me pudo ocurrir que fuera más que eso?
Mi madre tenía razón. Son todos iguales. Cuanto más les das, peor te pagan. Ni siquiera ha respondido a mis misivas. Y yo acá, encerrada entre las paredes de mi casa sin animarme a salir. Tengo la cara desfigurada de tanto llorar. El dolor que siento es inaguantable. Mi herida, profunda. ¡Tengo tanta rabia! Si se pusiera al alcance de mis manos lo mataría, lentamente lo mataría, con mis propias manos lo mataría. Me cobraría todo este sufrimiento que me hace padecer. Tal vez así mi alma se aquiete…
[…]
06 de julio de 1839
Esta noche, como casi todas las noches últimamente,  hubo ruidos en la calle: caballos, persecuciones, tiros, gritos y aspavientos. Golpearon con desesperación la puerta de calle. ¡La Mazorca! Me inundó el espanto hasta que mi mente se recompuso y recordó que el Restaurador no se las veía con las mujeres. Además ¿Por qué yo? Los golpes se seguían con urgencia y me apronté a la puerta y haciendo uso de una extrema audacia, abrí. ¿Cómo explicar mi sorpresa? Él, el doctor, el causante de toda la desgracia de estos últimos meses; él en persona, en cuerpo presente y con el alma deshecha, golpeaba a mi puerta. Había dejado olvidados en algún recóndito espacio su porte distinguido y su garbo. Lo tenía frente a mí, desencajado, hecho una piltrafa, justo frente a mí. Vino a mí, nada menos que a mí, en busca de refugio. El miedo palpitaba estentóreamente en todo ese cuerpo que yo había deseado, que aún deseaba… Lo hubiese abrazado y llenado de besos tan desvalido como estaba. Pero no, ganó el despecho. ¿Entregarlo? ¡De ninguna manera! Lo tenía a mi merced. Pagará un alto precio su abandono.
En un impulso cerré la puerta y apagué el candil. Pasaron de largo. ¿Por cuánto tiempo? ¡Quién podía saberlo! Lo conduje a oscuras al sótano y allí lo dejé. Tenía muchas cosas en que pensar. La vida me lo entregaba en bandeja para que yo, Isabel, hiciera con él lo que me venga en gana. Una extraña satisfacción recorrió mi cuerpo. Mi hora había llegado.
Nuevos golpes en la puerta. Ahora sí. Ahora son ellos. Ahora, Isabel, tu mejor actuación…
[…]
20 de agosto de 1840
Pidió cigarros, unos libros, una navaja para afeitarse. No se cansa de agradecerme y disculparse por todas la molestias que me ocasiona. ¡Pobre infeliz!
Me pidió que le llevara a Scheherezade. Yo soy su Scheherezade, pero él no se da cuenta. Todos los días a la luz del candil le leo las noticias, algunas la invento. Disfruto con su terror al escuchar mis historias. No todas son verdaderas, pero de seguro no están muy lejos de lo que pasa allá afuera.
Badía me visita seguido. Algo huele el mal parido, porque esa de que me festeja no se la creo para nada. Le sigo la corriente al imbécil, hasta ahí, sin un paso de más que me sumerja en un no retorno. Me subestima. El será bueno con el violín, pero lo mío es más sofisticado: lento, morboso, angustiante y largamente placentero; supera con creces un simple degüello.
[…]
17 de octubre de 1853
Hoy ejecutaron a Silveiro Badía. Bien merecido el castigo para ese canalla. Fui a presenciarlo, no me lo iba a perder. Me lo debía por esas interminables visitas a mi casa,  hasta el último día, cuando Urquiza le ganó la partida al tirano. Ni juicio merecía ese carneador de unitarios. Pero lo tuvo. La magnanimidad de este dictador es un buen  contrapunto de su antecesor.
Recuerdo que me excitaba la idea de envenenarlo. Oportunidades me sobraron. Día por medio, a veces una o dos veces por semana, cuando se le pintaba, se caía en la casa. Badía no decía nada pero sospechaba. Hasta se hizo el interesado en mí el muy farsante. Yo lo observaba observar sin pausa, con detenimiento, preguntando cosas al pasar, sin dar puntada sin hilo, queriéndome hacer pisar el palito. Hice bien mi papel. Ese secuaz me subestimó, porque claro, soy mujer, y el muy idiota pensó que podía caer ante su encanto salvaje y ese olor a sangre pegoteada que, aun con su aspecto  impecable, se  percibe. ¡Mirá si era bruto el animal!
Pero así está mejor, mucho mejor, ejecución pública, casi digno diría yo.
El dotorcito todavía sigue en mi sótano. Ya perdió su humanidad. Está totalmente loco, tanto, que hasta su animalidad está atrofiada… me doy cuenta que a veces me aburre. Y este trajín de los baldes, y el olor nauseabundo de ese sótano que se ha tornado en el lugar más inmundo que conozco, y él, que tan ido está que ya ni se da cuenta… Sí. El que no se dé cuenta lo hace menos divertido…
Por ahora va a seguir ahí, hasta que yo, Isabel  Starkey, decida lo contrario.



Taller de escritura creativa, Fiestas de Cumpleaños (con torta y todo), Entrega de premios, Certificados de participación y antologías y esta maravilla que se llama COMPARTIR.

A los organizadores, a los participantes, al personal del hotel, a todos  mi agradecimiento y

¡F E L I C I T A C I O N E S!






lunes, 12 de mayo de 2014

NUDOS NARRATIVOS Y VERSOS DESATADOS


El 13 de abril de 2014, en el SUM de la Sede Cultural Caseros el Talle Del Alberdiguero, del que formo parte, presentamos nuestra antología 2013.




MIS CUENTOS PUBLICADOS

LAS TIJERAS

Uno, dos, tres, cua… no, ese no, ése es de otro color. ¿Por qué me mirara de ese modo tan raro? Cuatro, cinco, seis… ¿Traje las tijeras en el bolso? Seguro. Siempre las traigo. Mejor me fijo… ¡Ay! ¡No las encuentro! ¿Cómo me pudo pasar? ¡Y me sigue mirando raro! Fijáte, fijáte bien Angelita, tienen que estar en algún lugar.  Siempre te digo que los bolsos tan grandes no son buenos para todo. No, no las encuentro; las llaves, el monedero, la libreta, el costurerito. ¡Eso es! tienen que estar en el costurerito. ¿No? ¡No, no están! ¡Justo ahora me viene a pasar esto! Esos ojos que me persiguen… ¿Por qué me mira así? Me quiero levantar e irme. No,  no puedo hacerlo hasta que encuentre las tijeras. Uno, dos, tres, cuatro balcones. Creo que me pasé. En la esquina me bajo. No, todavía no. ¿Dónde se habrán metido las tijeras? ¡Y me sigue mirando! ¿Tendré monos en la cara? No puedo bajar antes que él si no encuentro las tijeras. ¡No me saca los ojos de encima! ¿Nerviosa? No, no estoy nerviosa. ¿Miedo? ¡¿Miedo yo?! ¡Qué tontería! Angelita no le tiene miedo a nada. ¡Malditas tijeras! Parece que las olvidé en algún lado. ¡No puede ser! Tengo que bajar… ¡Ay, esta gente que no se corre!  Debo abrirme paso. ¡Ay! Se levanta. Ya bajo y lo pierdo de vista. ¡Ay, me caigo! ¡Ay!....
¡Ay!
Angelita cayó cuan larga era, lo que no es tanto, apenas un metro cincuenta y cuatro. El caballero se apuró en bajar para ayudarla y dos o tres transeúntes ya la alcanzaban.
¿Está bien, señorita? ¿La ayudo?
Angelita, colorada hasta las uñas y el pelo, colorada con ese rojo maduro, bien maduro de los tomates que ya se echan a perder, que están a punto de explotar, negó con la cabeza.
¡No puedo creerlo! Y ahora ¿qué hago? ¿Dónde están las tijeras?
En cuatro patas, presurosa, como si huyera de una fiera; convertida ella en una fiera acorralada, juntó como pudo las cosas que se le escaparon del bolso, y unos metros más adelante, cuando logró ponerse en pie, se alejó del lugar tan rápido como pudieron sus tacos aguja. Sus potenciales salvadores, boquiabiertos e inmersos en una cómica estupefacción, no sabían cómo contener la risa del lamentable espectáculo.
El par de ojos que la miraba se multiplicaron por cinco, por diez, por veinte. Gracias a Dios ella no llegó a saberlo. Más de uno casi se abalanza en su ayuda cuando uno de sus tacos se atoró entre dos baldosas trabando una batalla campal: éstas por no soltar prenda hasta romperlo y él por zafarse de ese par de callejeras defectuosas. Angelita se bamboleaba peligrosamente, sus cabellos perdían su habitual compostura y el tajo de la pollera sufría una cicatriz incurable, pero esta vez la vereda no la alcanzó. Luego de un par de vaivenes audaces, el cuerpo retomó su ritmo habitual y las piernas alcanzaron su velocidad de crucero.
Así pasaron bajo sus plantas unas cinco cuadras, más que menos. Recién entonces se animó a voltear para confirmar que ya nadie la perseguía.
El esfuerzo había colaborado en que no perdiera el subido tono rojo, por el contrario, complicó su maquillaje al sumarle unas brillantes gotitas de sudor en la frente y en la base de la nariz. Alcanzó a verse reflejada en los vidrios de La Churrasquita. Una mueca de espanto se le dibujó en la cara. Con maestría metió la mano en la cartera y uno a uno fueron apareciendo como por arte de magia, el peine que acicaló el cabello y lo devolvió a la normalidad, la polvera que borró las gotitas de sudor de la frente y la nariz y el labial minucioso que delineó su boca provocativamente.
Toda la avenida Corrientes había sido testigo de su desaliño,  a ningún comensal de La Churrasquitra le pasó inadvertida su recomposición. Curiosamente Angelita no se percató de ello hasta que hubo concluido la tarea. Dando una última mirada de aprobación a su obra advirtió que un hombre desde una de las mesas cercanas le sonreía a través del vidrio.
¿Será posible que una no pueda caminar tranquila por esta ciudad?
Con un digno gesto de indignación la señorita Angelita se dispuso a seguir su camino. ¿A dónde es que iba yo? Ya no recordaba el cometido de su salida, con todos estos desagradables incidentes no podía poner orden en su mente y mirando el piso se dirigió lentamente hacia el Obelisco.
Una, dos tres, cuatro…. El cordón, cuidado. La frenada llegó tarde a sus oídos, no así los insultos del conductor. Cada día están más locos, ya no respetan al peatón. Se decía mientras un ojo redondo, grande y rojo, la miraba fijo. Esperó el verde y cruzó, pero no bien alcanzó el otro cordón, el de la 9 de Julio, el siguiente volvió a parpadear en rojo.
Uno,… dos,… tres, ese es bordó,… ¿por qué habrá tan pocos autos rojos?
Un mundo de gente la arrastró cuando el muñequito se iluminó de blanco y la llevó a la otra ribera de la gran avenida. Allí el malón se detuvo y ella con él, hasta que nuevamente la arrastró por la acera y la condujo a la vereda de enfrente. Corrientes era un hervidero de gente apurada por llegar a ningún lado. Gentes con portafolios que le golpeaban las piernas, con carteras colgadas de los hombros que empujaban la suya, grupitos compactos que no dejaban pasar, bocas que hablaban a los gritos por el celular y la risa de ese joven, esa risa que hacía eco en su cabeza….
La confusión la acercaba a la locura. Haciendo alarde de estratega, en la primera esquina dobló a su derecha. Esta calle parecía más tranquila aunque muy angosta y los colectivos amenazaban cada dos por tres con subirse a la vereda. Trató de caminar bien a su derecha, esquivando los escaparates de los kioskos con sus pancheras y a los que se creen dueños de la calle y avasallan  o se detienen bruscamente a mirar una vidriera.
En un cruce se detuvo a mirar los carteles: Suipacha (por la que ella caminaba) y Bartolomé Mitre. Cruzó Mitre y caminó un poco más. Se detuvo ante una puerta gigantesca, el doble de su estatura, maciza, pesada, imponente. Le llamó la atención que estuviera entreabierta. La seducía invitándola a entrar… pero siguió caminando. Caminó unos pasos y retrocedió sobre ellos. Observó los números negros en el cartelito ovalado: sobre el  esmaltado blanco se destacaba el 78. Apoyó su mano delicadamente sobre la madera lustrada y como quien no quiere la cosa, la empujó; un poquito, otro poquito, un poquito más y se metió en el edificio cerrando la puerta tras de sí.  Sus ojos se  acostumbraron poco a poco a la penumbra del lugar. Un torrente de adrenalina se apoderó de ella.
¿Qué estoy haciendo? ¿Por qué entré acá?
La iluminación era tenue, amarillenta. Provenía de una lámpara que yacía sobre una mesa escoltada por dos sillones de terciopelo. Angelita estaba cansada. Se sentó en uno de ellos, cerró los ojos, suspiró profundo. El lugar olía a libro viejo y humedad. Poco a poco su respiración se fue haciendo más y más leve, apenas perceptible…
¡Corré, Angelita, corré! ¿Por qué me persiguen esos ojos? ¡Qué oscuro este lugar! No puedo ver dónde piso. No me puedo detener sino van a alcanzarme. Tengo que llegar a esa luz que veo allá, en el fondo. No pares, ¡Ay! Me clavé algo en los pies. ¡No pares te digo! Debo seguir corriendo, rápido que ya vienen…
De pronto abrió los ojos. Miró a todos lados. ¿Dónde estoy? Recordó los ojos. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Miró sus pies, estaban bien acomodaditos dentro de sus zapatos. Se descalzó, no había  rastros de heridas en ellos. Volvió a calzarse. Encendió un cigarrillo y aspiró fuertemente tratando de apaciguar sus latidos. Rápidamente se arrepintió de su osadía y lo aplastó en el cenicero de cristal. Entonces las vió, sobre la mesa, las tijeras, sus tijeras. ¡Mirá dónde estaban! Las tomó. Unos ríos oscuros y resecos las recorrían desde las puntas, a lo largo de sus hojas, endurecían su articulación, continuaban por las ramas y manchaban ambos ojales. Miró la mesa. Una mancha color terracota destacaba sobre el vidrio la silueta deformada de unas tijeras.

 Rápidamente la señorita Angelita sacó de su bolso unas toallitas húmedas y limpió el vidrio. Luego se ocupó de las tijeras. Alisó el tapizado de terciopelo del sillón. Miró a su alrededor en un último acto de comprobación y salió.




CONFESIONES SECRETAS

“Belena, Belena, Bolena
¿También eres Ana?
¡Ay! Te falta un dedo
y en tu cuello el lunar.”

Belena pudo haber sido diferente. Pero no lo fue. Se dejó llevar por la pasión que nubló su vista y su entendimiento, y se hundió fantasmalmente en una red que tejió con sus propios hilos.
Se cubrió de una armadura de orgullo y ocultó bajo una piel de metal sus sentimientos de soledad y abandono. Usó como escudo su belleza y aprendió rápidamente las reglas de la seducción. Pero con él, Jan Engelhardt, no pudo.
Podría haberse conformado con los chismorreos de las amigas de su prima. Pero no. No lo hizo. Eso solo podía alimentar su ego, nada pequeño por cierto, como el ego de todos los seres pequeños. Eso no le bastaba. Ella lo quería a él: íntegro, entero, solo para ella, en cuerpo y alma. Se valió de todos sus ardides hasta la humillación, incluso usó aquellos que nunca hubiese imaginado a no ser por él. Esos que podrían estremecer a un muerto. Pero este hombre era incorruptible.
Cortó por lo sano. Si no era para ella, para nadie. En estas condiciones, mejor la muerte… para él, por supuesto.
Ninguna emoción. No se le movió un pelo ni se le alteró el pulso cuando echó en el té el veneno cómplice que la libraría de su tortura. Preparó la bandeja, agregó un platillo con las galletas de avena que Cecilia había horneado, se envolvió en su halo seductor y se dirigió al escritorio. Ni siquiera le molestó el agradecimiento frío y distante de su primo político al recibir su merienda. A esto respondió con un beso en la sien y un susurro de adiós en su oído. Salió de allí satisfecha, son ese sabor dulce que deja el deber cumplido.
Se fue sin despedirse de su prima y su sobrina con toda la intención de no volver jamás. Sin embargo, no fue más que traspasar la gran puerta de Suipacha 78 cuando un embrión creciente en su interior, cada vez más despierto, imparable, tomó forma.
Los sueños que su mente perpetraba en  las noches la despertaban con un sabor amargo, a carqueja sin azúcar, que la acompañaba durante el día como una sombra a pleno sol. ¿Remordimiento? ¿Culpa? ¡Nada de eso!
La planta que había germinado tenía un nombre bien diferente. Se  la conoce como venganza.
Usted dirá que ella, justamente ella, no tenía nada que vengar y estaría muy en lo cierto. Pero, como habrá podido inferir, Belena percibía la situación de otra manera.
En Guirlanda la enfermedad y la pérdida de su esposo completaron su tarea. Cecilia la encontró el doce de abril, a las ocho en punto, dormida. Tan dormida que nunca pudo despertarla. La vieja casona se conmovió con la loza del desayuno hecha trizas y los gritos de la muchacha. Luego el luto invadió sus paredes. Las velas y las flores pudrieron el aire y Belena hizo su entrada triunfal de mesías salvadora, deshecha en llanto y abrazos a su sobrina, huérfana al fin.
El mundo se había complotado a su favor, y lo había hecho rápido y eficientemente. A los pocos días se instalaba con Cecilia y oficiaba de reina y mendiga en las posesiones que le correspondían por derecho. Así pensaba ella. No. Digo mal. No pensaba, estaba completamente segura de ser acreedora de esos derechos.
Pasado el primer tramo Cecilia despertó de su dolor, solo de a ratos. La tristeza la invadía por espacios y la sumía en un mundo de fantasmas. Entonces Belena le preparaba un té y ella creía sentirse mejor. Se mezclaba en sus recuerdos de niña mimada y querida hasta sumirse en un leve placer que provocaba sus lágrimas.  Luego el sopor mullido en el que se hundía, la alejaba hasta dormirla.
Algo debió haber advertido Cecilia. porque un día, no sé cuándo, decidió no beber más té. Nada le dijo a Belena. Solo esperaba a que ella se retirara de la habitación para volcar el contenido en el lavatorio.
Más lúcida, pudo controlar mejor los gastos y los movimientos de la casa, aunque con cierta discreción. Cierta inquietud en su interior que no podía definir con claridad, la llevaba a temer a su tía segunda, a desconfiar de ella.
Belena notó que se hallaba parada en un castillo de naipes. No entendía bien lo que estaba pasando, pero los espasmos de lucidez controladora de su sobrina la pusieron en alerta. Su  naturaleza, provocadora de definiciones, urdió un nuevo plan.


El diablo los cría y ellos se arrejuntan.
Por aquel entonces Belena andaba en tratos con un malandrín de poca monta, de buen vestir, entrador y muy simpático, alto y flaco como sus bolsillos, cultor del sexo y de sus goces, que a Belena la elevaban al cielo en un ping pong con el infierno del que no lograba ni quería despegarse.
Le confió su plan. Le facilitó un plano detallado de la casa y de los lugares donde debía buscar. Sugirió un buen susto para su sobrina y una escapada a la otra ribera. Recomendó los guantes y el silencio. Le hizo escribir una nota firmada por un nombre cualquiera, Fabián ganó el concurso. El lunes iría al médico, a las tres en punto y le daría el día libre a la mucama. Se encontrarían a las ocho, en el bar de Rivadavia al 1800, La Hora, así se llamaba…
Pero el Fulano cumplió solo una parte del plan.  No llegó al bar ni a la hora señalada, ni antes, ni después: simplemente no apareció… Brilló por su ausencia y la ira de Belena estalló.


El silencio de los vivos
El martes la mucama encontró a Cecilia en el piso de su habitación, acurrucada en posición fetal, a lágrima viva y silenciosa, la ropa desgarrada y pequeñas manchas de sangre en el piso. Buscó a Belena por toda la casa. No la encontró. Llamó al médico de la familia y cuidó de la muchacha hasta que pareció mejorar. Entonces decidió que para ella esto era demasiada responsabilidad y se buscó otra casa.
Cecilia quedó a su propia merced, a merced de sus desvaríos y de sus momentos de lucidez. Hasta que un día, en el tranvía, la vio, a su madre. Ya no volvería a perderla, la siguió y no cejó en su empeño hasta llevarla de vuelta a casa…


Carnaval, carnaval, el diablo anda suelto…
Belena abrió el diario esa mañana. Lo ojeó por encima. Pasó sus manos por las páginas y un velo negro de tinta cargado de cierta electricidad jugueteó en su palma. Este pequeño indicio la hizo sentir exultante. Algo realmente especial iba a sucederle ese día.
Preparó café y tostadas. Se sentó a la mesa a mirar concienzudamente las noticias. Algo había en él destinado solamente a ella. Lo sentía desde lo profundo. Fue directo a los policiales. No sabía si Cecilia había hecho la denuncia, pero si fuera así buscarían afanosamente a un tal Fabián, nunca a ella.
Ese lunes, casi a la medianoche regresó a la casa de Suipacha. Vio a Cecilia. Ella  no la reconoció, estaba ida. No más verla  descubrió lo sucedido. La violación de su sobrina no estaba prevista como tampoco el hecho de que se fuera solo con el botín. ¡Doble traición! Aunque no llegaba a definir cuál le dolía más a su armadura,  si la primera o la segunda. Pero ese mequetrefe las pagaría, no importaba cuál fuera la mano vengadora.
Esa noche suministró suficiente información en su llamada anónima a la policía. En cualquier momento iba a suceder.
El diario se abrió como por arte de magia en los avisos fúnebres, casi pasa inadvertido para ella pero sus ojos fueron directo a él.
“Cecilia Engelhard, q. e. p. d. Su familia partici­pa su fallecimiento... Casa de duelo: Suipacha 78”.
En la sorpresa el café salpicó todo a su alrededor y las tostadas brincaron del plato haciéndose eco de su alegría. La huérfana había muerto. Y ¿saben qué? Ella era la única heredera de los bienes...
Cantó, bailó, rió hasta que no pudo más. Había esperado algo grande ese día, pero nunca imaginó...
Revolvió el ropero hasta encontrar lo que buscaba: un hernoso vestido negro, luto riguroso y de la mayor discreción. Enrojeció con cebolla sus ojos, demacró su maquillaje y actuó en consecuencia.
La capilla ardiente se realizaba en la casa. ¿Quién se había ocupado de todo eso? No importa. El abogado de la familia,  tal vez.
Tomó un taxi. Los ricos no reparan en gastos. Y ella era rica, R I  C A;  millonaria, MI  LLO NA RIA. Una corona tal vez. No. Una palma es más que suficiente. Aunque una orquídea le daría distinción.
Entro a la amplia sala. La media luz  reflejaba las sombras de dos féretros. No había nadie. No la sorprendió. Tal vez las urracas no lo saben aún. Ya vendrán y aquí estaré, donde debo estar…
Se acercó lentamente como si sintiera la necesidad de cerciorarse. Vio una sombra sobre ella. Giró sobre sí enfrentándose a la misma muerte, pero viva. Sintió el estilete traspasar su belleza, rasgar su envoltura metálica, y hundirse en su corazón. No pudo decir nada. Cayó a los pies de los ataúdes en una mezcla de rojo y negro. La orquídea blanca que llevaba en sus manos voló por el aire y como una mariposa se posó en las manos de Cecilia. La sombra desapareció.
                                                                            “Belena, Belena, Bolena
                 ¿También eres Ana?
                 ¡Ay! Te falta un dedo
                 y en tu cuello la mancha.
                 ¡Ay, pero ella era buena!
                                                                            Aunque tenía seis dedos
                                                                            y un lunar escondido
                            bajo los rubíes de su collar.”