martes, 12 de noviembre de 2013

ENCUENTRO LITERARIO ARTISTICO INTERNACIONAL "HUELLAS CONTEMPORÁNEAS" - ANTOLOGIA "POR AMOR AL ARTE IV" (8-9/11/2013 - CÓRDOBA)





MI PARTICIPACIÓN





"HUELLAS CONTEMPORÁNEAS"

Poesía

Latir de espejos (a Boltanski)

Latir de espejos.
El pasar del tiempo a pulsos.
Un latir constante
al ritmo de los alambres
que  encandecen y se agotan
al compás de los suspiros.
Bendicen  con imágenes
los caminos insondables
de nuestro interno.
Nos provocan. Acontecen.
Maroma infinita de desbordes
que chuzan, se arrastran,
desenvuelven
paquetes  con moños patéticos
ante quienes el placer se rinde
vanidoso de su existencia.
Esta existencia de carnes y huesos
de polvos y estiércol
de calles sin salida y sin cartel
de sueños colgados al sol hasta disecarse.
Y solo veo sombras, tal vez mi sombra
de lo que fue tal vez una vez, o muchas
o todas las sombras resumidas en una sola.
Porque la claridad está a nuestra espalda
y vemos solo eso
sombras de una realidad esquiva
fulgente, que nos muele en el giro frenético
y constante de una licuadora.


Pulso. Nuestro pulso
que se sumerge en la oscuridad de los espejos
 de donde emergen nuestros sueños derrotados.
Liliana Bianco

Narrativa

La señorita Enriqueta

La señorita Enriqueta daba miedo. Vieja, alta, flaca, fea, picada de viruelas y “solterona”; seria, distante, fría e irascible. Pero en lo suyo, era la mejor. Lo sabía todo el barrio y su fama había trascendido las fronteras, a las del barrio me refiero. Venían de Floresta, de Lugano, de Liniers… Ella también lo sabía, lo decían sus trajes sastre en los inviernos y sus chemises plisados los veranos (para nuestro desencanto ella nunca tomaba vacaciones), lo gritaban su porte distinguido y su mirada a través de los cristales de sus lentes de carey, que apoyaba en su prominente nariz.
Carola, su hermana, “solterona” también, en aquel entonces no tenía claro lo que esto significaba pero por el tono que utilizaban no era nada bueno, era regordeta,  bajita, y sonreía siempre. Un dechado de ternura, un alfajor de dulce de leche.
Vivían casi enfrente de mi casa, en una casa mucho más antigua que la mía, chorizo las llaman, con una galería tan larga cual la secuencia de sus habitaciones y letrina al fondo, bieeeennn al fondo. Al frente, un jardín que se llenaba de junquillos en la época propicia y tenía un detalle que me encantaba, que me hacía soñar: el aljibe.
De lunes a viernes, a las dos de la tarde, era cita obligada la asistencia a las clases particulares de la señorita Enriqueta. Ahora se las llama “apoyo escolar”. Allí nos reuníamos unos cuantos, muchas caras conocidas con las que no hablábamos nunca, pero en las clases de la señorita Enriqueta menos.
Su parquedad se desenrollaba lentamente, eficiente y clara, al tratar de hacernos entender los problemas más enroscados de las matemáticas. Resultaba fascinante cómo en sus labios todo embrollo numérico se transformaba en un nudo fácil de desatar. El tema eran las tablas: no nos perdonaba que no supiéramos recitar sin titubear ninguna de ellas, incluso la del siete y la del nueve. Gracias a Dios terminaban en la del diez que era tan fácil como la del uno, y no teníamos que vérnosla con la del once, o el trece. Descarto la del 12 por el tema de las docenas, uno la aprende sin querer.
Lo primero que nos enseñaba era a sacarle punta al lápiz. ¡Lanzada la señorita Enriqueta! No era tarea simple, de ninguna manera, y por demás peligrosa.  Lo hacía lentamente para que pudiéramos ver bien cuál era la técnica, desde dónde debíamos empezar a desbastar y hasta dónde esquilmar la madera que cubría la mina, cuál era el grosor apropiado de ésta y el largo conveniente. En fin, todos volvíamos a casa con los lápices con una punta impecable y duradera. Hasta me arriesgo a decir que nuestros padres ganaban en lápices lo que pagaban por sus clases.
Cuando practicábamos Castellano lo hacíamos con la pluma. El trabajo con la pluma era otro cantar. Les recuerdo que en aquella época todavía no había aparecido la birome, ni tan siquiera el azul lavable.
Todos sus alumnos, el que más y el que menos, aprendimos a utilizar las plumas, a cuidarlas para que no se “abran” en un trazo irregular y a que no lastimen el papel de nuestros cuadernos,  a usar la lavandina con discreción y cómo hacer para que no amarillee la hoja. Tampoco existía entonces el hisopo prefabricado ni el liquid,
Luisito decía que nos hablaba en difícil y encima había que escribir en difícil. A mí me daba lo mismo; poco sabía yo de la lengua castellana en esos días.
La lectura era lo mejor. A mis compañeros no les gustaba mucho, pero Enriqueta se transformaba en actriz: entonaba exageradamente los signos de puntuación, las exclamaciones y los signos de pregunta; se posesionaba de los personajes y nos brindaba una mini obra teatral. Generalmente, Carola la interrumpía cuando nos traía el mate cocido con galletitas y entonces nos quedábamos sin el final. Aunque ahora que lo pienso, podría ser una treta de esta maestra a la antigua para dejarnos con la espina y acudiéramos al libro a completar la lectura.
También nos explicaba la geografía, muchas veces con fotos de viejos libros color sepia que también nos enseñó a descubrir. Historia no. Historia no nos enseñaba. Ella decía que ella conocía otra historia y esa, la que ella conocía, no estaba en el programa de la escuela.
La señorita Enriqueta, Enriqueta Aruelo Larriva, no pasó a la historia, a la conocida. Su fama la acompañó cuando se fue a dormir para siempre, y su renombre se escondió entre los escombros de la casa cuando la demolieron para hacer una  moderna en los setenta. Pero su huella permanece en nuestras historias, en esa parte de la historia que no se enseña en las escuelas.

Liliana Bianco
Mi Neptuno

Jorge me dijo un día: El mundo está rayado, sigámosle la corriente, mientras tomaba de una caja destinada a la basura, un floripondio de plumero al que le quedaban cinco pétalos que se esforzaban por erguirse y mantener su dignidad.
Te amo, susurró a mi oído y me lo ofreció. Yo lo sostuve cuidadosamente entre mis manos en medio de nosotros. La gente en el subte nos miraba de reojo simulando mirar otra cosa. Los que subían y no podían menos que vernos de frente, abrían grandes los ojos, entre sorprendidos y escandalizados, como si presenciaran una escena erótica.
Miralos. Mirales las caras. No. No dejes de mirarme a los ojos. Nunca.  Me hundía entonces en esa mirada suya de ojos negros, muy negros. Me envolvía en su manto oscuro donde el mundo desaparecía.
El plumero terminó en el primer cesto que encontramos. Nuestras  carcajadas se reproducían en la estación vacía  en ecos agudos e interminables.
El guardia nos miró con cierta lástima. Nos advirtió la hora con un gesto exagerado de su mano, llevando alevosamente su reloj pulsera al alcance de su vista.
Jorge lo saludó con una inclinación de cabeza. Yo bajé la mirada avergonzada. Unos pasos más adelante nos reencontramos con nuestras risas.
Caminamos por las calles solitarias de la noche del Bajo. Nos hundimos en la niebla que desde el río invadía el parque Colón dándole un toque de película de terror que solo sus besos podían disipar. No tenía miedo. En sus brazos el peligro dejaba de existir.
Me sobresaltó el chirrido de autos en el asfalto, frenadas, voces. Hacía frío y ese quiebre del silencio me estremeció. Lo sentí horrible, macabro… Entonces él me abrazó con más fuerza, como si quisiera esconderme dentro de él.
Vamos, hay algo que quiero mostrarte.
Enfilamos a la Costanera Sur. En aquel entonces las escalinatas del río estaban aún vigentes aunque ya no fuera un balneario. Las olas remolonas chapoteaban en los escalones con suavidad, en un balanceo sensual y sereno a la vez.
Sentate acá. Esperá unos segundos nada más. Ni se te ocurra moverte.
Y bajó las escaleras hasta desaparecer. Al no verlo una intensa inquietud me obligó a levantarme. ¡No te muevas!, dijo desde el más allá y me detuve.
Y allí surgió, como un Neptuno alzándose de entre las aguas del río. Corrí hacia él y lo abracé fuerte.
Me pidió que lo acompañara a la casa de un amigo. Era cerca y prometió no tardar mucho. Debía buscar unas cosas. Yo pensé que era un poco tarde para ir de visitas, pero Jorge no era una persona común. ¿Por qué tendrían que serlo sus amigos? Accedí a pesar de la hora  y a sabiendas de que esa demora no nos iba a resultar gratuita.
Unos autos oscuros se deslizaron con desesperación por Paseo Colón  y se detuvieron bruscamente al cruzar la Avenida San Juan.
Jorge tomó mi brazo con urgencia. ¿Sabés? Tenés razón, es muy tarde para visitas. Mejor te acompaño a tu casa… decía mientras me arrastraba para doblar en la primer esquina.
Había un dejo de tristeza, de desilusión, de rabia, en sus palabras. Mi  corazón no entendía, pero sentía que había algo más en ellas. Sus ojos negros se cubrieron de un brillo distinto, y aunque  lo negó rotundamente, yo sé que estaba llorando, en silencio, aunque procuraba frenar sus lágrimas; porque eso le enseñaron, que los hombres no lloran.


Armado de paciencia enfrentó al Tano y sus reproches estoicamente, y se fue. No supe más de él.
Aquí estoy. En una costanera muy diferente a la de aquel entonces jugando con mi anillo de acero inoxidable grabado con su nombre. Ese que intercambiamos en un beso hace cuarenta años y regodeándome en los recuerdos, como la vez del zoológico cuando me preguntó a boca de jarro quiénes eran realmente los presos, si los leones o nosotros.
Con el paso del tiempo fui sabiendo algunas cosas que fueron aclarando las otras, las que ignoraba.
Ya no hay escalinatas. El río está bastante más lejos. Mi vista no llega a alcanzarlo desde aquí. Mi Neptuno de ojos negros, muy negros, de coleta ensortijada y sonrisa espléndida ya no podrá emerger de las aguas.

 Liliana Bianco


"POR AMOR AL ARTE IV"

SENSIBLE




SENSIBLE 

Explosión de color. La onda se expande.
Deleita los sentidos. Los  crispa.
La mirada. El gesto. La palabra.
El aroma. El toque oculto. El inconsciente.
Condicen.  Se encuentran. Declaman el silencio.
Las sensaciones escondidas aúllan lo profundo.
Tejen ideas y en su urdimbre              la araña
Engañosas precipitan nuestra lengua.
La enmudecen. Esconden el vocablo.
Encienden los ojos. Apagan  la mirada.
Hacen vibrar la alegría. Enlutan el grito.
La batalla se dirime
entre sueños, esperanzas y deseos.
La verdad emerge de la sombra.
Tibieza de un ocaso que persiste.
Desalumbra a las estrellas y a los astros.
En el apócope estertóreo abre  caminos.
Luminosa. Brillante. Sensible.
Dejemos ahora hermano su trono a la alegría.
Mañana podrá ser temprano, hoy nunca será tarde.
Que la ilusión de la pena evanezca
la noche que vendrá sin ser llamada.
Sigamos, pues, nuestro andar
peregrino, trashumante,
velando la aurora inminente.
Libertad eterna que presume
simplemente sensual
sensiblemente simple
sencillamente sensible.

                                                             Liliana Bianco

RONDA DE LECTURA

Hablando de amores

¿Por qué escribo? Para que puedas escucharme desde el principio hasta el final. Sin que una mala mano me calle, o me tire al  piso, o me salte un diente, o haga que me muerda la lengua.
Es muy breve. No vas a perderte una copa por leerla. Después de todo es una carta de amor. Sí, de amor.
Hay amores que te rejuvenecen. Hay amores que te transportan a lugares insospechados. Hay amores que te vivifican. Hay amores que te hacen tocar el cielo con las manos. Y  hay amores, como el tuyo, que te llevan de paseo por todos los anillos del infierno.  
Yo no me daba cuenta. ¿Sabés? ¡¿Podés creerlo?! Yo entendía que estaba bien, que el alcohol es cosa de hombres y que es cosa de hombres pegarle a una mujer. Porque te quiero te aporreo, ¿no? Yo creía todo eso. Me habían hecho creer que era así y, mea culpa,  yo me lo creí. Todito me lo creí. Hasta ayer. Hasta ayer me lo creí. Hasta ayer, cuando  el médico me dijo la felicito señora, va a ser mamá. Y una ternura me caló hondo, se me enterró profunda en el alma, inquietó mi corazón. ¡Feliz! Estaba feliz.  Iba a casa feliz para contarte y hacerte feliz, tan feliz como yo me sentía, y pensaba tal vez ahora tenga una buena razón y deje el trago, y podamos ser felices juntos y...
Los pensamientos se fugaron con tu bienvenida. Esa que me diste y que llevo y llevaré por unos días estampada en mi mentón y en mi ojo derecho; y grabado eternamente en el alma el rodillazo que plantaste en mi vientre cuando casi me caigo, y ese hilo caliente que se deslizó tímido por mi entrepierna y manchó mi pantalón.
Sí mi amor. Hay amores que matan.
Yo quiero decirte que el tuyo no puede conmigo.  Ya no. Y que no va a poder.
Tal vez no la leas nunca, siempre tan borracho como estás. Capaz ni te des cuenta que es para vos. De lo que sí vas a percatarte, tarde o temprano, es que yo ya no estoy.

Liliana Bianco

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