domingo, 11 de septiembre de 2011

La vecina de al lado

¿Qué extraño ser mora en ella a la luz del día? ¿Qué espíritu extraordinario muere cuando el alba la posee sin demoras? Morándola la noche, habitándola el día. Muriendo. Resucitando.
Baldea los martes la vereda (muy, muy, pero muy temprano; antes de que yo amanezca). Está tan fría el agua que me parece escuchar los hielos que caen queriendo freezar la escarcha, y a la escoba frenética que en su histeria los desparrama bien parejitos. Podría asegurar que los martes despierto más temprano.
Tiene los cabellos largos y ensortijados: uno blanco, uno negro, todos grises.  Brillan plata y hematite, nostalgias de antiguos espejos aztlanes.
No se encuentra color en sus ojos; miran inexorablemente hacia adentro.  Sin indicios, nada sugieren, ni aun decorriendo la mantilla que los cubre.
Sabe que estoy al pendiente de sus movimientos. ¿Sabe? La percibo mirándome, blandiendo lentamente su tronco como un látigo que desplaza todo el aire helado de la madrugada, llenando su voz todo el espacio de la enclenque glorieta que se desmorona en el patio.
Podría estar desnuda. No alteraría en nada la túnica que en su intento de cubrir se desliza como alas que abrazan y se desabrazan, ululando bajo el encanto de las estrellas, hechizadas las pupilas que no conocen la luz.


De lunes a viernes, ambas conjugamos nuestras sendas salidas matinales.
Siete treinta en punto: con mi portafolio marrón y mi kilt más allá de las rodillas, doy vuelta la esquina de mi casa.
Siete treinta y tres en punto: ella saliendo, yo pasando, se cruzan nuestras miradas. Su dulce voz pintada de rojo pregunta lo mismo cada mañana. Mi mirada pintada de negro responde lo mismo cada mañana, afanados mis ojos en sacar lustre a las puntas de mis zapatos.
Siete treinta y seis en punto y aquí vamos. Trajecito negro sastre, casquito con tul, zapatos aguja, altos bien altos, guantes, bolso y boca rojos, muy rojos; uniforme gris, botines negros, suelas febo, azules las medias y la vincha de streech en los labios.
Su sonrisa, dulce como el almíbar de los pastelitos de la abuela, los ojos chisporroteantes como minúsculas fogatas de Pedro y Pablo. Su andar  ¡tan fino, tan elegante!
¿Qué espíritu extraordinario muere cuando el alba la posee sin demoras? ¿Qué extraño ser mora en ella a la luz del día? Habitándola el día, morándola la noche. Resucitando, volviendo a morir.
LB

No hay comentarios:

Publicar un comentario