sábado, 24 de septiembre de 2011

LA LLUVIA

Esa mañana desperté en la penumbra. La luz se había fundido con una niebla espesa y oscura que los rayos del sol no podían penetrar. Mis piernas adormecidas no obedecían a mi cerebro; las manos tampoco; los ojos, daba igual… No había nada que ver o, mejor dicho, lo único que hubiesen visto era eso: la nada.
El cuerpo entero no respondía a mi cerebro y mi mente estaba muy cansada. La emoción, tirana, me había hecho su presa y toda la energía de mi cuerpo se derretía, se disipaba en esa infranqueable oscuridad que me rodeaba.
No era yo la que ustedes conocen; era la que nunca llegarán a conocer, o tal vez conocen e ignoran, como a veces, cuando puedo, ignoro yo.
Allí, tumbada boca arriba, con los ojos apenas cerrados. Las nubes cada vez más prietas, más negras cada vez. Luego el hechizo: el rayo desencadenador que con su fogonazo encandiló mis ojos cerrados. Al momento el fragor de mil derrumbes que aturdieron mis oídos dormidos y estremecieron mi cuerpo agotado…
Y al fin la lluvia. Se inició en unas lágrimas secas que rodaron por mi cara y poco a poco, más rápido cada vez, se convirtió en fresco aguacero y desató en tormenta de alerta, en furioso temporal.
Inundó mi corazón, despejó mi mente, lavó mi alma y el viento enloquecido se llevó mi tristeza a otra parte, muy lejos, donde espero que nadie la encuentre, ni siquiera yo.
LB

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